Opinión
Jerónimo Calero
Sería mejor dejar pasar el tiempo. Como esos árboles frondosos cuya edad sobrepasa la de las personas más viejas del lugar y a la que parecen aplicar un año por cada una de las circunferencias concéntricas de su madera. Claro que para llegar a esa certeza habría que talar el árbol y ese sería su fin. Así que con que nos la imaginemos con una variación de más o menos cien años más, será suficiente.
Porque qué son cien años en el devenir de la eternidad. Para un ser humano son deseables, ya casi los roza, para determinadas especies animales son excesivos; para algunos insectos serían como la eternidad que nosotros imaginamos, ya que su vida se reduce a días. A ninguna especie parece importarle el tiempo que durará su existencia. Sólo los humanos andamos a vueltas con él. Y lo estiramos en función de nuestras necesidades o nuestros deseos, olvidándonos de ese final cierto e imprevisible que nos está asignado.
Quizá si no tuviéramos esta forma de ver las cosas, no habríamos salido de aquellas cavernas en las que al parecer comenzó nuestra historia. Compararnos con aquella civilización, aunque sigamos siendo fruto de la misma semilla, es ciencia ficción a la inversa de Regreso al Futuro. Sería inconcebible, hoy, imaginar nuestra existencia sin estar amparados por los logros que hemos alcanzado. La supervivencia para cualquiera de nosotros, sería poco menos que imposible en aquellos lugares de fiereza en la que sólo sobrevivían los más fuertes. Las inclemencias que hoy sorteamos desde nuestros confortables hogares se incrustarían en nuestra piel hasta hacernos fuertes o matarnos. Y el concepto tiempo nunca se hubiera aposentado sobre nuestra inteligencia como elemento a combatir.
Pero llegan momentos en la vida, en esta que a nosotros nos toca, en la que los planteamientos cambian. Y nos ocurre como a aquel mejicano que sesteaba debajo de un árbol, cuando alguien llegó a plantearle las ventajas de una vida laboral activa. ¿Y pa qué?, contestaba sistemáticamente el mejicano a cada logro que le prometía el proselitista. …-Porque así, llegaría el momento en el que usted habría conseguido un bienestar que le permitiría sestear a la sombra de un árbol, satisfecho de lo conseguido en su vida. La carcajada del mejicano debió oírse en todo el Distrito Federal. -¿Pos no es eso lo que hago ahorita, saltándome todas las fases que usté me propone?
Pues bien, llegado el momento, me vuelvo hacia ese árbol del comienzo, al que imagino feliz en su existencia de árbol, enamorado del paisaje que siempre le ha circundado, satisfecho de su sombra que da cobijo a todo un universo de sensaciones, impasible ante las inclemencias que afectarán a su fisonomía, ajeno al transcurrir de un tiempo que ni le va ni le viene. Y me gustaría conseguir esa capacidad de síntesis desde la que afrontar esta nueva etapa por la que ahora transito.
Pasar sobre el tiempo sin otra pretensión que la de saborear el instante; valorar la existencia desde la perspectiva de la tranquilidad; abrir los ojos cada mañana sin experimentar el agobio de la prisa. Y esperar, sin la precipitación que casi siempre supone la espera, a que las cosas se vayan sucediendo de manera natural.
Tal es el aprendizaje de esta nueva etapa llamada vejez. Un aprendizaje natural y fluido que nos lleve al disfrute de no saber qué hacer con este tiempo que hasta ahora nos esclavizó sin darnos a cambio otra cosa que espejismos. Tal es el fin de esta batalla en la que sólo nos resta deponer toda actitud agresiva y asomarnos a las últimas páginas de la existencia como el árbol del camino.
Hermosa metáfora del atardecer de la vida .
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